Las velas de septiembre.
Todos los años cuando llega septiembre con sus tambores y procesiones me acuerdo inexorablemente de una mujer, es como una maldición. Su nombre era Gabriela. Empezaban los años 80, ella estaba iniciando sus estudios en la facultad de Odontología y yo estaba al final de la carrera de Medicina. Un día la vi entrar a la residencia universitaria donde yo vivía, llegaba a comer a diario al igual que otros estudiantes que les correspondía comer en ese lugar. No me di cuenta cómo me fui enamorando de ella hasta que su imagen estaba en mi mente a cualquier hora del día. Una amiga en común nos presentó y comencé a visitarla en la residencia universitaria donde estaba alojada, era una casa sólo para mujeres y quedaba a media cuadra de mi residencia. Mis visitas eran como amigo, salíamos a comer, a caminar, a cualquier cosa, y obviamente ella adivinaba mi intención de hacerla mi novia. Una noche al despedirme en su casa, le hice la propuesta. Ella sonrió y me dijo que iba a pensarla. Me alegró no recibir un “no” rotundo y me alejé en la noche silenciosa. Al llegar todos mis compañeros estudiaban, no podía faltar el café y las bromas.
En aquella residencia, vivíamos alrededor de unos veinticinco estudiantes universitarios. Los de último año éramos seis, tres de Medicina, dos de Leyes y uno de Química. El resto era un grupo que chavalos que parecían nuestros hijos, por la jerarquía académica y porque siempre nos solicitaban cualquier cosa: azúcar, café, lapiceros, un poco de desodorante, champú, y no faltaban las preguntas sobre las materias. Era una gran familia.
Cuando llegaron los exámenes mi angustia fue doble. No sabía cuál iba a ser la respuesta de Gabriela ni cómo eso iba a afectar mi concentración. Una noche mientras estudiaba, miraba su rostro entre las páginas, leía y volvía a leer la misma línea varias veces. Así estaba, cuando decidí ir a visitarla, aún no eran las diez y estaría despierta, necesitaba una respuesta que me regresara la calma. Caminé con paso ligero, cuando llegué todavía la puerta estaba abierta y varias chicas estudiaban en la sala. Alguien fue a buscarla y apareció con su bella sonrisa, un poco sorprendida me preguntó qué pasaba. Yo le expliqué que no podía estudiar y que era necesaria su respuesta. Me tomó las manos y mirándome a los ojos me dijo con una gran serenidad: “Podés estudiar tranquilo… la respuesta es afirmativa…” y acercó sus labios a los míos. Aquel beso en la puerta de la residencia fue inolvidable. Regresé casi corriendo y con ganas de contar a todos lo ocurrido. Preparé café, serví varias tazas, las repartí y brindamos por aquella noche tan maravillosa.
Los días pasaban rápido igual que las horas, por eso, Gabriela y yo establecimos un horario para vernos que era muy estricto. La visitaba tres veces por semana, una hora cada noche. En esos encuentros aprovechaba para administrarle un medicamento intravenoso que ella requería por un problema de la infancia. Sus amigas de la residencia le manifestaban que nosotros éramos una pareja muy amorosa, y que ella había encontrado el mejor novio del mundo.
Después de los exámenes vinieron las ceremonias de la graduación, las fotos en las gradas de la catedral de León y la distribución de los hospitales donde tendríamos que ir a realizar el año del Internado. En esos días me avisaron que yo había sido ubicado en Managua. Fui a visitar a mi novia y con gran tristeza le di la noticia. La separación parecía inminente, hasta que un amigo me contó que había posibilidades de hacer cambios en las ubicaciones. Decidí hacer la lucha por quedarme en León y visité a varias personas que podían ayudarme, tuve que hacer varios viajes a la capital hasta que por fin lo conseguí. Llegué muy feliz a dar la noticia a Gabriela, esa noche nos fuimos a celebrar. Un mes más tarde, a inicios de Febrero, estaba empezando mi año de internado, el año más terrible en la vida de los médicos.
Puedo asegurar que todo marchaba bien a pesar de lo extenuante del internado. Cuando llegó Septiembre, Gabriela estuvo muy extraña, lucía un poco indiferente y desanimada. La relación se estaba enfriando. Se percibía algo raro en el ambiente, hasta que una noche se decidió a hablar. Me confesó que lo nuestro no podía seguir. Con los ojos llorosos me dijo que yo había sido muy bueno con ella… ¡pero ya no sentía nada! Aquella confesión fue una puñalada en mi pecho. Muchas cosas pasaron vertiginosas por mi cabeza. Ahora sabía lo que era una ruptura… no se cuanto tiempo duró esa conversación que después fue monólogo, y al final solamente la miraba mover sus labios sin oír nada. Estaba en shock. No recuerdo si hubo algún Adiós… salí de la casa y caminé sin rumbo. No se me ocurría que hacer. Esa noche, para darle un ambiente fúnebre a la despedida, observé que en las casas por donde iba pasando había una vela en las puertas. Doblé la esquina y las velas estaban por todos lados. Era Septiembre que había arribado con malos presagios. Desde entonces, cada año, en ese día preciso, el 23 de septiembre, recuerdo a Gabriela, cuando me reencuentro con aquellas velas que, cual si fueran una maldición, me gritan su nombre.
Varios meses después me fui a la guerra con el recuerdo de aquella mujer. Al regresar, creí que la había olvidado. Volví al hospital y a la rutina del internado, poco a poco renacieron en mí las ganas de volver a amar. Sólo de una cosa estaba seguro: que en asuntos del amor… lo mejor estaba por venir.
Juan Centeno
Oct/2011/León/Zaragoza/
Abbey Road 777