Doña Elena

Era abril por la tarde. El oficial abrió la puerta del cuarto y le puso las esposas al condenado. Afuera el pelotón de fusilamiento se inquietaba. ¿Estás listo poetá? – le dijo. El hombre tenía la cara desfigurada a golpes… no pudo responder. Dos días atrás, había disparado a la cabeza del presidente de la república. Todo el país estaba trastornado. No había información oficial si el señor presidente vivía o si ya estaba muerto. Solamente había rumores de que lo habían sacado al extranjero y que el autor de los disparos sería fusilado, sin juicio, sin oportunidad de defensa y en algún sitio privado. ¿Estás listo poetá?  – repitió -, el hombre dijo que sí con la cabeza. Caminaron hasta el patio de la casa. Había un jardín con muchas flores y la hierba crecía bien cuidada. Lo ubicaron en una silla de espaldas al muro que rodeaba la mansión. Rechazó ser vendado.

El oficial a cargo de la ejecución se acercó al condenado, y en un gesto de condescendencia, como se hace en estos casos, preguntó:

–      ¿Su último deseo poetá?

Ambos se conocían pues habían compartido las mieles del poder en tiempos pasados. Ahora estaban frente a frente ante una jugada rara del destino. El poeta balbuceó: “Quiero… quiero ver a… Doña Elena… desnuda… sobre la hierba.” La petición tomó a todos por sorpresa. ¿Doña Elena? Un equipo de inteligencia logró ubicar a la mujer. Dos oficiales de alto rango la fueron a buscar.

Doña Elena les abrió la puerta intrigada por aquella inusual visita. Salió en bata de dormir. Eran las tres de la tarde y lucía somnolienta. Terminó de despertarse cuando los uniformados le notificaron el motivo de la visita. ¡Debo ir! – razonó de inmediato y subió a cambiarse. Cuando regresó, cinco minutos después, vio a los militares que observaban el montón de bolsas sobre la mesita de sala. ¡Es ajo! – les dijo apresurada. ¡Voy a enterrarlo en el patio para ahuyentar a las culebras!

En el trayecto le cubrieron los ojos. Al llegar pasaron directo al lugar donde todos esperaban. Le quitaron la venda y pudo ver el escenario: El condenado, el pelotón de fusilamiento, el alcalde, el jefe de la policía, el canciller, el jefe de las fuerzas armadas, dos hijos del presidente, dos embajadores y una decena de militares. 

Exploró con sus ojos el sitio exacto para echarse sobre la hierba. Se quitó los zapatos y fue descubriendo su cuerpo de mármol ante las miradas curiosas que se clavaron sin clemencia por toda su anatomía. El vestido negro con puntos blancos cayó a sus pies. No traía nada debajo. Con la natural sensualidad que siempre la acompañaba se fue acomodando. Cada hoja de hierba iba besando su piel blanca mientras se acostaba. Sintió las hojas ceder a sus espaldas, en sus caderas, a sus pies. Sus movimientos duraban ya una eternidad en que cada pupila seguía la más mínima inclinación de ese monumento horizontal. Cuando estuvo lista, giró su cabeza y vio los ojos del condenado, quien a través de una sonrisa imposible quería agradecer tan noble gesto.

Doña Elena respiró profundo, su cuerpo desnudo parecía una pintura del renacimiento. Estaba resplandeciente, justo entre los soldados y el condenado a muerte. Las balas pasarían cortando el aire por arriba de su humanidad hacia el pecho de aquel hombre que tenía al país convulsionado.

¿Apuntarían bien esos siete soldados teniendo por delante el cuerpo desnudo de tan bella mujer?

¡Preparen! –se oyó la voz del oficial.

¡Apunten! – el silencio era absoluto.

Doña Elena cerró los ojos… la pausa fue más larga.

¡Fuego! – Se escuchó una sola detonación saliendo de la boca de los fusiles.

Pasaron varios segundos hasta que Doña Elena abrió los ojos. Lo primero que vio fue la silla vacía junto a la pared y a los soldados del pelotón de fusilamiento tirados sobre la hierba. Los observadores también yacían inmóviles, caídos sobre el corredor. Otros, sobre los adornos de cemento. Algunos sobre las plantas del jardín. Se incorporó y se puso el vestido, agarró los zapatos y en puntillas atravesó la estancia procurando no pisar a nadie. Camino a la puerta principal encontró más cuerpos tirados, entre ellos, una empleada con su bandeja de plata y bocadillos esparcidos por el piso. Antes de llegar a la entrada se topó con una enorme fotografía del presidente, al pasar le susurró: “Hasta la vista baby” y continuó. Cuando llegó al portón observó al vigilante doblado sobre un equipo de radio que rasgaba los oídos con su estática. Afuera el tránsito era normal. Quiso alejarse de prisa, por lo que siguió caminando descalza. Llegó hasta un parque solitario, se sentó en el borde de una fuente y se puso los zapatos. En ese instante se percató que nadie le había mencionado el nombre del poeta ejecutado. Pudo ser alguien conocido, – pensó. Se puso de pie. Se ajustó el vestido, se arregló el cabello, lanzó a la fuente las últimas cabezas de ajo que le quedaban y levantando su mano derecha gritó: ¡Taxi!

Un sol rojizo y tenue la vio alejarse con una sonrisa maliciosa aquella tormentosa y cálida tarde de abril.

Juan Centeno

León, Mayo/2013